“Please follow me, sir, for extra security screening.”

“Please follow me, sir, for extra security screening.”

Una semana de viaje. Cinco aeropuertos en una dirección y cuatro de regreso. Estar días en un lugar donde el idioma me es irritablemente familiar y a la vez desconocido. Transitar entre mundos, aviones, trenes. Toda una aventura a la cual no le temí a nada exceptuando, claro, el terror del regreso.

“Please follow me, sir, for extra security screening.”

Estuve semanas debatiendo si ir o no a Alemania. No tenía necesidad de ir. La conferencia no era mía, aunque disfruto mucho la compañía de folkloristas y etnomusicólogos. Más, diría yo, que la compañía de historiadores, tantas veces tan cómodos en su conservadurismo cómodo. Y aunque finalmente ganó el hambre del viaje, de la aventura, de la buena compañía y nuevos horizontes, vivía con el horror del regreso. Con el temor a la brutalidad mezquina del aparato imperial fuera de control.

Fui a Alemania buscando escapar de los Nazis, señor oficial.

“Please follow me, sir, for extra security screening.”

Sabía lo que venía. Lo sabía. Lo sentía dentro de todo hueso, toda fibra, toda célula y átomo. El frío que me envolvía era la certidumbre de la encerrada. Aún así desavioné y caminé con certeza a inmigración. Tomada la foto y “escaneado” el pasaporte, veo que sale impreso el recibo. Una “x” negra sobre mi información. Se lo que viene. Paso a la siguiente estación de la vía dolorosa. La conozco. Ya es recurrente esta parada cuando regreso de mis viajes de investigación. Pero supuse lo que vendría. Sabía que esta vez sería diferente.

“Please follow me, sir, for extra security screening.”

El oficial me escoltó una corta distancia a una sala de espera fría y repleta de gente, de todos los colores imaginables excepto el blanco. Me senté, todavía presentando una fachada de confianza. Le entregan mi pasaporte a un agente de TSA, el cual lee mi nombre en voz alta y en español impecable. Le miro. Me sonríe. “¿Latino?” me pregunta. “Correcto” le digo, “puertorriqueño”. “Muy bien. Y a mucho orgullo” me contesta. Le miro su placa. “Vazquez”. Es puertorro, y me mira con una curiosa mezcla de empatía paternalista oficial y orgullo de raíces compartidas. Pasan diez minutos. A mi lado está sentado un caballero de alrededor de sesenta años, sus manos en su rostro, silente. Pienso inmediatamente, viejo, te tienen sentado ahí por musulmán. Te tocó pagar la cuota, pensé entristecido. Varios otros marrones. Casi todos hombres.

Esperé la cita inevitable con el cuartito cuando, luego de esos diez minutos, Vazquez vuelve a llamar mi nombre. “You’re good to go, my man” me dice, “welcome home.”

“Please follow me, sir, for extra security screening.”

“Welcome home.”

Hay días cuando duele respirar. Anoche, en el momento en el que tomé mi pasaporte de vuelta, sentí esa rabia fría que trae consigo el mayor sentido de futilidad. Ayer fue uno de esos días.

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